Observa el limite.
Sé reverente al hablar.
Apolo, Templo de Delfos.
En las olas de Virginia Woolf, Rhoda salta, obsedida, un charco. Y a veces se detiene ante él y lo piensa. Piensa en el charco. En toda la novela el charco reaparece y con ello el temor de Rhoda ante él. Pero no llegamos a saber qué es su charco. Ella se desdibuja ante el secreto de su irremediable y aparente inmensidad. Virginia Woolf se cuidó de descifrarlo. Ella supo que en las fronteras de la literatura y el arte siempre había un charco. Una suerte de pozo medianero que puede albergar cualquier cosa. Sabandija, lagartos, vómitos, zapatos abandonados y horquillas para el pelo.
Todo escritor alberga en sí un pantano. Así también todo hombre. El basurero del alma está a la orden del día. Lo deforme, lo cruel, lo podrido, el desequilibrio se tejen y se mezclan entre nuestras más finas bondades. Pareciera que no estamos hechos de una misma sola pieza: horror y belleza están inscritos en nuestro corazón. Pero nuestro empeño, como occidentales ha sido destruir la serpiente pitón fija en nuestra alma, o al menos luchar contra ella, en el charco está la serpiente pitón, esa que venció al curador Apolo. Apolo, por supuesto, como imagen es demasiado para nosotros y apenas podemos imitarlo. Solo quiero decir que vivimos hoy en la cura o debemos vivirla...
El artista debe vivir la cura. Esto suena escandaloso, pero es así. La cura quiere decir aquí mantener una tensión lírica con la alta presión de contenidos desbordados del alma. Creo fervientemente que sobre el papel y desde la escritura , el vómito es deleznable y servil. La libertad consiste en conocer nuestros excesos.
Siempre me ha maravillado la tensión moral y educativa de un Thomas Mann que pudo plantear un problema sobre la belleza y la sensualidad en términos de la distancia y la forma. Eso fue en 'La muerte en Venecia'. El drama del cuerpo y el espíritu, su profundo e irresoluble combate, la valentía de Von Aschenbach ante la contradicción, y la enseñanza de Platón al fondo, me han impresionado durante años.
La severidad, la mesura, la contención y la delicadeza con que Thomas Mann trabajó en esa novela el arduo aspecto de la sensualidad, me ha llevado a no separarme de ella. Y durante catorce años he hablado de esto en la Escuela de Letras.
Thomas Mann otorgó a los escritores y artistas una enseñanza: el sabía que en los abismos del arte habitaba la amoralidad e incluso la inmoralidad. Lo perverso, lo perdido están a la mano. Las roturas, la herida... Eso es inevitable.
No se trata de hacer un arte 'curado'. El arte no es necesariamente sano. La belleza de la Venus de Milo no es sana. Detrás de ella hay una larga tradición de convulsiones. Esa belleza surgió de la conciencia del horror. Hay pues un equilibrio entre belleza y horror que solo dos ejemplos podrían explicarlo por ahora. Rilke dice: 'todo Ángel es terrible'. Rodin esculpió dos manos en tensión acercándose y nunca se acercan. Él las llamó 'La Catedral'. También Venecia es muy bella, alberga la podredumbre con equilibrio.
La vulgaridad nunca ha pertenecido al arte. Veo al fondo de mí, el azul de Florencia y los rosados de Perugia. Pero también veo lo que se hace sin fuerte conciencia de alma y sin guía.
Aschenbach había escrito expresamente, en un pasaje poco conocido de su obra, que casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad corporal, del vicio de la pasión. -Thomas Mann